domingo, 30 de enero de 2011

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Consiste en sentar a un hatajo de ignorantes frente a una pared. Sólo basta con pulsar el play y dejar que un proyector deje correr la bobina. George Orwell plasmó esta escena periódicamente a lo largo de su obra 1984 para demostrar la eficacia y las consecuencias que se derivan de la manipulación y de una aniquiladora censura sobre los flujos de Conocimiento (léanse canales de información o libros del saber). El Partido Único, el Gran Hermano, gobernador de Oceanía, una de las tres divisiones del planeta tras el hipotético triunfo del Comunismo, prepara con esmero la “Semana del Odio" anualmente. La Dictadura edita una suerte de mini reportaje de dos minutos de duración en el que demoniza a Emmanuel Goldsmith, la cabeza visible de una resistencia en la sombra, el eje del mal, quien amenaza con hacer caer al Régimen. Durante los minutos de odio, la novela narra cómo una fervorosa multitud, la sentada frente a la proyección, increpa extasiada a un Goldsmith convertido en enemigo público. En 1984 no hay lugar para la disidencia. Sólo el miedo al Gran Hermano dirige los destinos de unos londinenses sin más estrato que el de la Camaradería ferozmente militante enfrentada a las ansias de libertad del protagonista, Winston Smith.

Han pasado cinco años desde que una gran amiga me regalara este libro como si de un tesoro se tratara. 1984, dedicado a su Nachiño, supuso el descubrimiento de un nuevo hilo argumental que me enamoró con el paso del tiempo, las utopías; el mejor regalo que cabía esperar de Iria, una pensadora, una gran idealista enamorada de la filosofía del carpe diem con quien gasté noches enteras arreglando el mundo y llenándolo de buenos propósitos mientras, sentados en cualquier banco, en cualquier portal de Madrid, fumábamos y bebíamos cerveza. Juntos caminamos hacia la libertad (o eso creíamos) y asentamos puntos de vista en el paraíso de la injusticia. La novela cogió polvo durante un tiempo hasta que un día lo empecé y no lo pude soltar. Tampoco quería hacerlo. Desde entonces, me convertí en un apasionado de la literatura utópica: sueños inalcanzables y grandes propósitos en donde la hostilidad y la incredulidad anidan.

Uganda es hoy el germen de la homofobia en el corazón de África, un vasto continente donde las dificultades para trazar un cordón sanitario en un panorama de raigambres ancestrales, amenazan con extender populacherías como las que escupe el pastor Martin Ssempa, quien, tras dar a conocer a su auditorio (posiblemente feligreses de una sucursal evangelista) algunas prácticas homosexuales tales como absorber un ano hasta masticar las heces (poo poo) o meter desde el puño hasta el antebrazo por el orificio de salida, arranca la cólera de un público fervoroso, crédulo e impasible ante tales didácticas. La semana del odio.

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